domingo, 11 de enero de 2009

Y se acabó.

Él dijo que se iba. Y ella, que no volviese. El portazo sonó a punto, pero no de los seguidos.
Y sus sollozos como aullidos a la luna.
Por una vez le hizo caso, y no volvió.
Ella pasó las noches esperando frente a la puerta. A veces escuchaba como el vecino venía de madrugada, y confundía el clic de sus llaves con un arrepentimiento envuelto por ramos de flores. Pero nunca era él.
Pasó de dormir en su cama a intentar dormir en un sofá. Y también intentó cocinar sólo para uno. Pensaba siempre en él, pero no se molestó en llamarle. Creía que él sabía que estaba arrepentida.
Él durmió durante una temporada en hostales, hasta que la tarjeta no dio para más. Los días de lluvia en los que gastaban el tiempo en el cine fueron sustituidos por sopas de sobre y por un rotulador rojo que tachaba los días. Pasaba todos los días, a eso de las 5. Y se quedaba mirando al portal. Él nunca tocó el timbre y ella nunca bajó. La primera vez que quedaron fue a esa hora. Él estaba impaciente por verla, y la esperó frente a su casa. Hasta que bajó, sonriente, como un gran sol de verano. Miró hacia los lados, hasta que dirigió la vista la frente y le vio. No mediaron palabra, simplemente se besaron. Y desde entonces supieron que aquello era para siempre.
Pero los "para siempre" no entendieron de sus discusiones, de la falta de detalles, de dejar el amor colgado de un perchero. Se callaban los problemas, formando una espiral irrefrenable de rencor. Renccor, ésa es la palabra.
Pero ni su amor infinito, ni los cafés, las tardes de paseo y el compartir manta pudieron vencerlo.
Él se cansó de esperar, y ella de aguardar.
Una no salió de casa, y el otro no volvió a pisar.
Y todo eso por no saber decir un te quiero a tiempo.

2 comentarios:

RubenBartolome dijo...

Que frío hace en tus textos

robus dijo...

Que orgullosos